lunes, 1 de marzo de 2010

Daenys

Hace unos dias decidí comenzar a escribir cosillas sobre Daenys Targaryen. El PJ es de la partida que hubo hace un tiempo en Tentencafe.net sobre Cancion de Hielo y Fuego, que disfruté muchisimo a pesar de lo poco que duró. A pesar de que su pasado nunca llegó a estar demasiado bien definido, me encantó llevarlo, asi como el mundo que creo Hell, y pienso que es de los mejores pjs que he tenido. Por cierto, creo que mi PnJ favorito fue Ulrich Dayne y el Caballero Dragon. ¡Sencillamente brutal! (L)


Me daba mucha pena que la partiada terminara y que el pj muriera ahí. Así que la cosa comenzó con el proyecto que instalar al personaje en una BJD, y a raiz de eso pensé, ¿por que no desarrollarlo más? ¿Po rque no pulir los detalles que quedaron en el aire? Asíq ue me decidí a escribir sobre él. Este es el primer fic que hago de ella. Es corto, es malo, y es torpe. Me hubiese gustado cambiarle el nombre y algo más, pero, como dijo Hell, este nombre trae demasiados recuerdos. Buenos recuerdos.


Daenys vive en la epoca de los Grandes Bastardos, de pequeña jugaba con ellos ya que eran sus primos, ajena a la guerra que despues partiría a la familia. En la partida, el padre de Daenys se arrojaba desde un balcon. Aquí, muere durante una batalla en Dorne, aunque su muerte seguira siendo fruto de la locura que empaña la sangre Targaryen.


En fin, espero que os guste, y que vayan mejorando con el tiempo. ¡Gracias a los qu ellegais al final! ¡Y a los que empezais tambien!



...


-¡Eh, vosotros!- Rugió. Su voz tronó con un eco que lo hacía terrible, derramándose sobre el manto blanco y azul de aquel paisaje helado.-¡Vosotros!¡Quietos, u os dejo secos de una pedrada!

Obedecieron de repente. Las dos manchitas, las dos motitas de polvo sobre el lienzo invernal, que habían estado trajinando de cuclillas sobre el cadáver del oso, se detuvieron como si la sangre en sus venas se hubiese helado al instante.

Era difícil no ceder ante el vozarrón de Bjorkhal el Gigante, que caía sobre el mundo como una tormenta o una jauría de lobos infernales, paralizando desde el más tierno animalillo a los dragones ancestrales, si acaso estos aún viviesen.

No le habían puesto su sobrenombre con mucho ingenio. Era, para cualquier hombre de Poniente y de las Ciudades Libres, una mole que debía haber nacido por fuerza del vientre de una giganta de verdad. Medía más que cualquier varón, su pecho era tan ancho como los dos hombres más fornidos juntos, hombro con hombro. Podría partir a cualquier soldado por la mitad con la fuerza de sus dedos desnudos. En el pelo largo del pellejo de lobo que llevaba sobre las espaldas se enredaban la nieve y la escarcha, igual que en su barba pelirroja. Huesecillos, aros de cobre y abalorios de marfil tintinearon con su habitual cancioncilla, enmarañadas en las trenzas de su barbilla, cuando caminó hacia aquellos dos intrusos diminutos y oscuros que le esperaban junto al oso muerto.

Los demás esperaron tras él, sólo dos hombres se atrevieron a seguirle, aunque varios pasos por detrás. El Gigante no se volvió ni para tranquilizarlos ni para echarles un grito rabioso, no parecía importarle. Al fin y al cabo, eran libres de hacer lo que quisiesen, y todos sabían cuán traicionero podía ser el reino helado.

Rodeó el cadáver del gigantesco animal, blanco como el suelo donde había muerto, pues las dos criaturas se arrebujaron detrás. Como si aquella bestia de cuencas vacías pudiera protegerles del guerrero libre. Las hebras de pelo del animal se le apelmazaban con la sangre congelada, de un vívido rojo. Las entrañas del oso estaban abiertas al mundo entero, las tripas colgando como gusanos amoratados. Llevaba ya un tiempo muerto; la nevada de hacía dos días prácticamente lo había cubierto por un lado. Pero aquellos dos ratoncillos, con ropas negras como la brea, habían rascado en el hielo implacable lo suficiente como para llegar a una pequeña porción de carne fría. Una endeble recompensa para el esfuerzo que costaba llegar a ella.

Cuando el Gigante estuvo lo suficientemente cerca, los escrutó a través de sus ojillos, duros y afilados como una esquirla de pedernal. Entre ellos, solo se oía el siseo de viento hendiendo el aire.

Los dos niños se apretaban entre ellos, buscando refugio en la compañía mutua. Vestían ropas negras que el tiempo norteño había vuelto casi gris. Los mitones cubrían sus deditos, finos y delgados como espárragos, y llevaban las capuchas de forro peludo caladas. El ribete de piel enmarcaba sus rostros, dibujados en tonos blancos y rojos, sus bocas y barbillas manchados de los fluidos del oso, igual que las manos. Unas caras con parpados enrojecidos y cansados y labios amoratados y rasgados por el abrazo del norte. En los ojillos violetas que traían engarzados, centelleaba un brillo desesperado y peligroso de animal acorralado.

Eran críos, solo críos, tan parecidos que debían ser hermanos, sino gemelos. No debían llegar casi a los doce años, tal vez nueve, y aunque eran los más delgados y frágiles que el Gigante había visto en las profundidades blancas tras el Muro, también tuvo la certeza de que debían ser los más bonitos. En sus rostros delicados ardía una furia abrasadora, viva e inexplicable. El incendio de un espíritu que ansía vivir y luchar.

Se fijó en los mechones que escapaban de sus capuchas. Ondeaban torpemente con el los aires norteños; hebras de plata y oro como nunca había visto. Pero aún y así supo lo que significaba.

-¡Dragones! ¡Hemos encontrado Dragones!- Exclamó uno de los hombres tras Bjorkhal. Una sonrisilla deformó la profunda cicatriz de su rostro, formando una expresión repulsiva. Sus palabras elevaron un inquieto susurro en el grupo que habían dejado atrás.

La voz ronca del Gigante no se inmutó y no apartó los ojos de aquel pequeño par.

-¿Dragones? Los dragones han muerto, eso todo el mundo lo sabe. Esto son solo dos ratoncillos.

-¿Qué dices?- Cara Marcada frunció el ceño.- Podemos usarlos contra los cuervos del Muro. El viejo capa negra vendería a su madre por este par de lagartijas medio muertas.

- Si eso es lo que piensas, cógelos.

Cara Marcada apretó los labios, nervioso. No era cobarde, pero no le gustaba la actitud de Bjorkhal. Parecía que en ese permiso había una trampa, pero no podía discernir cual. El Gigante no se inmutaba, se limitaba a observar a las dos criaturas con ese aire confiado y perdido, como quien ha visto el futuro en un sueño. De todas formas, el guerrero de la cicatriz prefirió arriesgarse.

Se acercó unos pasos a los dos mocosos, lento, sigiloso, evaluándolos. Ellos tampoco le perdían de vista, los cuerpecitos tensos hasta el límite, a punto de romperse. Con cada inspiración parecían ir a brincar y esconderse en una madriguera. “Son solo dos comemocos, temblorosos como conejos”- Se convenció Cara Marcada, aunque él también veía las brasas en el fondo de aquellos ojos infantiles, los restos de un fuego más antiguo que el mundo.

Se echo sobre ellos con las manos desnudas, rápido como un látigo, los dedos crispados, por delante para atrapar esos delgados y frágiles cuellos y arrojarlos al suelo. Sus zarpas aferraron las ropas oscuras, pero un dolor lacerante sacudió su muñeca. Algunas gotas rojas salpicaron la nieve. El guerrero dio un chillido de sorpresa.

Uno de los críos sostenía en sus manos un filo, un pedazo de alguna espada rota que habían envuelto con tela rasgada en la base para poder sujetarlo. Pero el lienzo era demasiado fino en algunas partes, y el arma punzaba el mitón de piel y hería a su joven portador por igual. No se podía ni siquiera llamar cuchillo, solo era un pedazo de metal, ahora manchado de la sangre de Cara Marcada.

El Gigante se echo a reír como se reirían los truenos y las montañas, burlándose de la suerte del cazador. Hundiendo sus piernas como troncos en la nieve, se movió con una destreza sorprendente para su tamaño. Antes que de que el niño pudiera levantar la mano para blandir aquella arma mísera, lo cogió del brazo. Entre los dedos de Bjorkhal aquel brazo parecía quebradizo como los huesos de un pajarillo. En cuanto hubo agarrado a uno, el otro ratoncillo le asalto, gruñendo como un gato. Se aferró a la mano del gigante para que soltara a su compañero, y sus fútiles esfuerzos solo despertaron las carcajadas del pelirrojo. Cuando el crío hincó los dientes en su carne, le abofeteo con su mano descomunal, una mano que podría haber partido el brazo a cualquier hombre como si fuese una ramita seca.

El ratoncito rodó por la nieve, rebozándose en los cristales blancos que se prendieron a su oscuro abrigo. La capucha cayó, descubriendo una larga melena de plata cruzada por ríos de obsidiana, con suaves ondulaciones. Se puso en pie de un salto torpe. La cabeza le daba vueltas a causa de la manotada del titán, pero estaba decidido a luchar. Frunció los labios para enseñar sus diminutos dientes, dispuesto a asaltar de nuevo. Pero el tercer cazador se arrojó sobre él desde su espalda, rodeándole el cuello con un brazo que parecía de roca, que le asfixiaba. Se debatió, hasta que las pocas fuerzas que había logrado mantener se agotaron al fin, al igual que el del otro chico.

Una vez terminada la batalla, ridícula para los guerreros y vital para los dos niños, solo el silencio expectante lleno el lugar, junto a las maldiciones de Cara Marcada.

-Me cago en tus ratoncillos.-Escupió a un lado, para luego sacar un trapo mugriento de uno de sus bolsillos para vendarse torpemente la herida, que aun sangraba copiosamente.- Debería rajarles el cuello ahora mismo.

- Pero no querías usarlos con los Capas Negras?- Preguntó Bjorkhal, burlón.

- Valdrán menos para el viejo cuervo, pero por lo menos nos íbamos a reír con la cara que ponía y yo me quedaría más a gusto.

- Tu deja a los cuervos en paz, o te picotearan la cara y bastante feo eres ya.

Cara Marcada se limitó a hacerle un gesto obsceno con la mano ensangrentada, haciendo que el pecho del Gigante se sacudiera de nuevo con una risa ensordecedora. Los dos mocosos se encogieron al oírle.

- Oso.- Dijo de repente el tercer cazador, más joven que ninguno de los dos. No era muy hablador, y cuando sacudía la lengua solo era para formular palabras sueltas con el ceño fruncido. Daba la impresión de que nunca había aprendido a pronunciar correctamente. El pelo negro le caía en mechones grasientos por la frente, y bajo las cicatrices de la viruela se entreveía a un muchacho con cierto atractivo en su nariz recta y pómulos altos.

Al oírle, el Gigante asintió.

-Sí, sí, el oso. Jan tiene razón, tenemos que ocuparnos de eso. Tanta carne de repente es un regalo, y no lo hubiésemos encontrado si no hubiese sido por que este par se ven a leguas con eso negro que llevan.

-¿Y qué? ¿Les doy las gracias después de haber intentado clavarme esa cosa?

- Es un corte de nada, pareces una maldita mujer rencorosa. Pégales un par de patadas si quieres, pero ya está. Nos llevaremos el oso y los dejaremos. Que hagan lo que quieran. Están en tierra libre.

- Niños…-Intervino Jan. Sólo eran niños, morirían en cuanto los dejaran a merced del invierno. Acarició con el dorso del dedo la mejilla del muchacho con el pelo negro y blanco con ternura, recalcando sus palabras. Aunque tuvo que retirarlo cuando el crío trató de morderle la mano.

-¡No! ¡Ese oso es nuestro! ¡Nosotras lo encontramos!- Rugió el ratoncillo, con voz chillona, debatiéndose otra vez entre los brazos del cazador.- ¡Nosotras lo encontramos!

Un golpe de Cara Marcada lo silenció, dejándole sin aliento.

-¡Nosotras, dice! ¡Si además son niñas!

El descubrimiento no pareció turbar demasiado al reducido grupo de cazadores. Solo el orgullo de Cara Marcada parecia hundirse más en el fango, mientras que un brillo de ternura pasó por los ojos de Bjorkhal.Por su mente pasaron imágenes pasadas. La noche, la luna sobre las montañas blancas. El viento lacerante, hiriendo hasta la respiración. Unos labios morados, cortados, diminutos. Quietos.

Con la mano libre, el Gigante rebuscó entre las bolsas que le colgaban del cinto y arrojo algunos pedazos de carne seca a la nieve, atados con un áspero cordel.

-Este es el pago por vuestro oso. Contentaos con eso. Cogedlo y haced lo que os venga en gana, pero la bestia es nuestra.- Declaró con cierta suavidad, que se apresuró en ocultar. Apretó el brazo de su pequeña prisionera, hasta que esta torció el gesto.- Y como volváis a poneros en mi camino, os parto el cuello como a un par de pollos. Ahora, largo.

Bjorkhal aflojó su presa. Cuando comprobó la docilidad de la mocosa, la soltó definitivamente. Con un gesto, Jan le imitó.

El ratoncillo con la cabeza aún cubierta corrió a coger la carne de la nieve y, dándose de la mano de su compañero, ambos se alejaron con pasitos rápidos, hasta que estuvieron a algunos metros. A esa distancia, se volvieron, quietos, limitándose a observar con grandes ojos violetas cómo los tres cazadores llamaban al grupo.

Eran unas quince, y bajo el bulto de las pieles y las ropas gruesas, se veían rostros cansados y famélicos. Ojos agotados, pero, aún y así, con un orgullo que las dos niñas no habían visto jamás. No era el orgullo del linaje, de los logros. Era la libertad.

Los vieron trajinando con el oso, sujetándolo y descuartizándolo. Se les hacía agua al ver la carne, desnuda y roja ante ellas.

El Gigante se volvió mirándolas un largo rato, hasta que una sonrisa afloró bajo la barba roja, entre abalorios de marfil y cobre.

-Maldita sea. Si queréis un trozo, por lo menos venid a ayudar.